No siempre nuestro planeta estuvo tan bien comunicado como ahora, ni contó con tantas rutas, trenes, aviones y líneas telefónicas. Mucho tiempo antes de nuestras postmodernas creaciones como la Internet y los teléfonos celulares, viajar y comunicarse era mucho más difícil. Si nos remontáramos al siglo XVIII, el medio de locomoción más habitual en Europa era el carruaje. Llevaba semanas ir desde Salzburgo hasta Paris e implicaba una serie de riesgos y penurias incomprensibles para nuestra malcriada persona contemporánea.
Era costumbre en ese entonces avisar a los sufridos viajeros de la llegada a alguna ciudad o aldea con unos toques de corno, tocado por algunos de los choferes del carruaje. Para un viajero del siglo XVIII ese instrumento primitivo, llamado el Corno de Postillón (Posthorn), era parte de una muy conocida realidad cotidiana.
Uno de esos viajeros, que en realidad viajó toda su vida desde muy temprana edad, fue Wolfgang Amadeus Mozart. En un gesto que sin duda hubiera agradado sobremanera a su admirado Haydn, Mozart compone una obra orquestal, una serenata, e incluye en los dos últimos movimientos al Corno de Postillón. Esta serenata, en Re Mayor K. 320, es una madura obra orquestal del período medio del compositor. Pero desde el punto de vista estrictamente musical la inclusión del Corno de Postillón es casi un acto humorístico, dada la supina pobreza de recursos del instrumento.
Se me ocurre una sola respuesta posible a la lógica pregunta de por qué Mozart incluye a tan mediocre instrumento en una ambiciosa obra orquestal. Simplemente lo que hizo el compositor fue incorporar a su expresión artística una parte de su realidad cotidiana. Mozart incorporó a su obra un timbre, un sonido que le era muy familiar y tal vez muy querido.
Betina Sor, en el siglo XXI, es habitante de una realidad muy distinta de la de Mozart. En una realidad compuesta por gigantescos monstruos urbanos, ciudades macro dimensionadas para la escala humana, se generan sociedades en las que la alteración de los valores humanísticos y éticos está a la orden del día. Viviendo en una megalópolis como Buenos Aires, una ciudad tan grande que se confunde con cualquiera otra urbe del mundo, la artista se enfrenta a situaciones en su vida cotidiana que rozan lo patético y lo macabro.
Como todo artista, Sor es permeable a su realidad cotidiana, y utilizando las mismas tijeras que usó Mozart, recorta retazos de la misma y construye su expresión artística a partir de ahí. Tal vez Betina sea más valiente que Wolfgang al atreverse a rescatar de su realidad pedazos más inquietantes y perturbadores que un Corno de Postillón, que mirado a la distancia de dos siglos nos parece pintoresco e inocente.
Según nos cuenta Sor, la inspiración para su obra La Gorda del Changuito surgió a partir de un inesperado y fuerte encuentro con el personaje real; en otras palabras, Betina fue asaltada por la realidad. Un pedazo de su vida cotidiana le gritó tan fuerte a la cara que sus ojos y su conciencia de artista tuvieron que fijarse en ella. A partir de ese instante inicial nace la serie de los personajes de Buenos Aires, que bien podrían serlo de París, New York o Tokio. Sor arroja su mirada sobre situaciones o personajes que mucha gente elude y sobre los que pocos quieren o pueden hablar. Podemos pensar la serie de los personajes como situaciones congeladas en respuesta al silencio de los otros.
Además, los personajes están estéticamente construidos a partir de recortes aún más pequeños de la realidad. Las esculturas mismas tienen elementos reales, zapatos, carteras, pedazos de ropa o de basura que marcan la presencia del mundo real dentro mismo de la obra de arte y nos recuerdan que esta escultura aún conserva retazos de la cotidianeidad de la que proviene.
Tanto Mozart como Sor, al tomar un elemento de su realidad cotidiana e incorporarlo a su expresión artística, lo sacan de su contexto y le imprimen una nueva significación. Esta descontextualización de la realidad y su posterior resemantización es una característica del hecho artístico, tal vez la más importante, que constituye un sesgo del creador auténtico. Este proceso es común a lo largo de toda la historia del arte, ya que en alguna medida todos los creadores han sido influenciados por su cotidianeidad.
Al descontextualizar retazos de la realidad, el artista semantiza el original, la realidad, aún más fuertemente. Actualmente es muy raro que alguien escuche un Corno de Postillón si no es en la serenata de Mozart, pero cualquiera que haya visto La boliviana o El linyera nunca volverá a sentir y pensar lo mismo al encontrar nuevamente a un personaje parecido por las calles de su ciudad.
Si, como postula Umberto Eco, la semiótica es el estudio de la mentira, ya que cualquier símbolo con su significado puede contener también su opuesto, el artista contemporáneo es el gran mentiroso, ya que a partir de su visión de la realidad le regenera nuevos significados. Tal vez uno de los propósitos y razones del arte en esta postmodernidad que nos toca vivir, sea buscar nuevos significados a una realidad cotidiana que podríamos definir por lo menos como altamente angustiante.
Independientemente de la ideología o de la destreza técnica de la escultura de Betina Sor, que no es el propósito de este escrito detallar, es indudable que la postura estética de la artista la posiciona en el lugar correcto, el del creador de peso. Lo importante de esta escultora es desde dónde arroja su mirada y lo que nos devuelve con ella. Si podemos entender a todas las manifestaciones artísticas y expresivas del animal humano como un espejo evocativo que es a veces perturbador y a veces balsámico, entonces el espejo que nos muestra con su obra Betina Sor proyecta una imagen reveladora gracias a la certeza y profundidad de su mirada como artista y el coraje de su corazón como mujer.