Luz mala. Reverberación emanada de la tierra. Alma que se llena de temores. Mito que repercute en las sensibilidades y se incorpora a las realidades de este mundo. Este como muchos otros. El mito real pareciera ser propio de las sociedades más cercanas a la tierra. Pero la estructura mítica surge en todas partes. Hay muchos tipos de luces malas en la ciudad también. Si los sentimientos primarios pueden en su refinamiento hacer germinar civilizaciones notables, las luces peores son las que destruyen en nombre de la “civilización” en abstracto el proceso de elaboración mítica. Pero hay quienes saben, aún desde la perspectiva de lo urbano, detectar las reverberaciones emitidas hasta por la miseria más categórica. Pero también, es cierto que las vibraciones del alma son mayores cuando la tierra se relaciona más directamente con el cielo.
La sensibilidad artística que no es otra cosa que la sensibilidad despierta, se relaciona, ante todo, con el mundo entorno percibiendo, vale la redundancia, el mundo que gira entorno a éste. Y en esa percepción se encuentra con las reverberaciones de las almas, con las luces malas. Ellas son gérmenes de leyendas pero también de visiones. Estas leyendas son previas a todo cuento y estas visiones a toda imagen y están instaladas en la realidad.
Esta exposición enuncia a un grupo de jóvenes pero maduros artistas que saben entenderse con la realidad de lo mítico y con lo mítico de la realidad. Que lo vienen haciendo desde hace tiempo. Más aun, desde siempre. Que se han reconocido unos a otros en postura artística de la misma familia sensible. Ninguno de ellos está centrado únicamente en la realidad ni tampoco en lo mítico, como lo hacen otros artistas. Lo propio de ellos, lo que tienen de común es el encuentro entre esos dos elementos. Pero les interesa este punto como una toma de posición en el mundo artístico aunque, para cada uno de ellos, son distintas la proporción y naturaleza de esos encuentros, como también son diferentes sus puntos de origen.
Ellos son Enrique Collar, a quien aún en Buenos Aires lo acompaña el Paraguay de su infancia; Miguel, D’Arienzo, envuelto en su ensoñación pampeano‑porteña que planea por encima del tiempo; Carlos Gómez Centurión y Víctor Quiroga, que se nutren de sus contextos provinciales ‑San Juan para uno, Tucumán para el otro‑ vayan donde vayan, como quien en la valija lleva su origen; y Betina Sor, escultora que deja que el mito tome su lugar en los testimonios urbanos.
No son ellos los que inician el camino dentro de nuestro arte. Lo que importa es que en el presente lo quieren reivindicar como propuesta hacia el futuro. Diríamos que se trata de una línea en la que ellos se colocan no polémicamente pero, sí de manera convencida. De tal forma que el reto no emana de ellos, pero otros lo pueden sentir como tal.
Esta exposición se la dedican en consecuencia a Alfredo Gramajo Gutiérrez, tucumano de quien se cumplió, sin recordarlo, el centenario de su nacimiento el año pasado, uno de los artistas que superaron de la manera más natural el enfrentamiento entre academia y modernidad. De la misma manera que los artistas de este grupo le hacen un homenaje a él, Gramajo podría haberlo hecho a otros, pero en este caso serían españoles como Enrique Zuloaga y José Gutiérrez Solanas. Gramajo Gutiérrez supo enseñar cómo poner el ojo sobre la realidad. Este efecto se puede llamar “revuelto Gramajo”. Otros artistas colocaron con la misma actitud sus propios ojos o mejor dicho sus propios ángulos de visión. Lo siguieron cronológicamente. Y así se fue abriendo una sensibilidad en el arte argentino. ¿Nombre? Por lo que he dicho la lista es heterogénea: Ramón Gómez Cornet, Florencio Molina Campos, Enrique Policastro y Antonio Berni. Y también una europea injustamente olvidada que supo ver nuestra “metafísica” realidad: Gertrudis Chale. Y aquí no se acaba. Juan de Dios Mena, por ejemplo. Porque esta postura de estos jóvenes se entronca con la de jóvenes de otra época. Ante todo es una enunciación de conciencia estética. He aquí la razón.