Mujeres como metáforas vivas

Por María Rosa Lojo

“Jugar con las formas, arrancarlas de sus límites naturales y darles milagrosamente otro destino, eso es la poesía”, se dice en el Adán Buenosayres (1948) de Leopoldo Marechal. Lograr la ruptura de los entes, la intersección de las esencias, la reinvención de lo creado. Esa era la meta de la vanguardia en general y de Marechal en particular. Esa es la magia de las metáforas vivas (Paul Ricoeur) que las obras de estas tres artistas: Marina Dogliotti, Bettina Sor e Inés Vega encarnan, fascinantes, en la materia.

Entramos en un mundo donde pensar mujer es pensar jaula, campana, manto y coraza. Sirena y vuelo, abeja y rayo. Donde el océano está hecho de rosas abismales y Palas Atenea es una flor de loto. Un mundo donde se deshacen los lugares comunes y los estereotipos y prolifera la polisemia de los símbolos. Donde los contrarios convergen en combinaciones portentosas. Frágiles feroces, libérrimas inmóviles, madres armadas, guerreras de espinas y de terciopelo. 

Tras cerrar este libro, no será posible volver al planeta unidimensional de lo utilitario y normativo, del esquema y el prejuicio. Con un golpe de ojo, las creaciones aquí desplegadas desautomatizan la percepción: tarea, por excelencia, del arte, según lo señalaba Víctor Shklovski. 

Nada es lo que parece, sino mucho más y simultáneamente. El cuerpo femenino se abre en estas páginas como un baúl de maravillas, de sorpresa en sorpresa, de revelación en revelación, de sentido en sentido.

A sus provocaciones incesantes quizá solo pueda responderse con la palabra poética que recibe y acusa su poderoso impacto.

A MARINA DOGLIOTTI

I

La metamorfosis de la carne en hoja y de la hoja en cuerpo de mujer. Las piernas, en tallo, y el tallo, en piernas que cortan el aire con pasos de ballet. La vulva, en flor. La flor en cáliz y en bandeja donde cae gota a gota el agua del cielo y el pistilo es una llama que no se apaga. Del dorso de la flor brota una mano. Aferra, en el aire, la tela de la vida.

II

América es la pirámide maya y el manto de María. Sobre el manto la cabellera desborda, roja de tierra conquistada y de sangre humana. Los ojos no se ven, tapados por el río de hojas y de lágrimas, cubiertos por las manos donde se cruza el duelo.

América tiene rulos de escultura barroca, ondas de orla florida, mangas de arcángel arcabucero, peces encallados en un río de llanto que baja de la cumbre.

América es una campana que echa a andar, es una jaula donde cantan flores y crecen sombras de pájaros, un sonido que reverbera en la cúpula cabeza de la madre catedral, la más celeste.

III

La sirena varada en un mascarón de proa, la bella inmóvil, carga sobre las olas las valijas que le dieron, con ropas para vestirse de mujer quieta. Pero en el fondo del equipaje se oculta una alfombra mágica hecha de hojas de otoño. Sobre las hojas un vestido azul para volar sin cuerpo, para envolverse en una red dorada, peregrina de piernas incansables.

A BETINA SOR

I

Flores mortales, flores armadas. Guerreras de hierro y cuero, con carne y pétalos. 

Palas Atenea que brota en el loto. Diosa de pajonal. Pulpa de pechos en el centro del tronco. 

Usan capuchas de terciopelo con espinas, redondas como escafandras. Yelmos árabes, en punta, donde los varones se esconden como si fueran mujeres detrás de una burka, con una fina red sobre los ojos. Cascos griegos, de heroínas homéricas, que cantan su propia cólera, no la de Aquiles.

Peligrosas andróginas, capaces de matar con la mirada que perfora las redes, las vísceras, las telas. 

En una de ellas, como el corazón abierto de una nuez, un niño crece sobre su vulva madre. 

II

Surge de las rosas como Venus de la espuma del mar. 

Se hunde en el abismo de las rosas como el buzo en el fondo de un océano. 

Juega con antiparras de aviador primitivo, con malla de Esther Williams en su escuela de sirenas.

Te mira con los ojos transparentes como mira un espejo. Duele y quema como el hielo esa luz de los ojos. Arde en el latido de tu deseo.

 

A INÉS VEGA

I

Las esfinges cruzan rasgos y pieles. Una rubia mestiza, crespa, de cara oscura. Otra de pañuelo africano sobre el cuerpo blanco, los pechos escorados. Bellas a mitad de camino, ricas de asombro, que te preguntan sin revelar su esencia, mudas y oblicuas, levemente asimétricas.

II

Madre y quizá hija pasean en una carrocita de juguete, casa de muñecas con vitrina. Miran y son miradas. La menor resplandece, llena de escote. La mayor es adusta. Acaso no espera nada del día y sus portentos. Libres o cautivas, el planeta las mueve y va con ellas.

III

La Maga señala el centro de su poder: su corazón. Como quien canta el himno de su única patria, de su única fe. Espera el milagro del amor total con sus ojos de origen.

IV

Negra y taciturna. Madonna de luto, clandestina, revestida de pies a cabeza, para trepar sin ser vista por espacios nocturnos. Solo su espalda la delata. Los anillos dorados. Las alas rojas, de abeja reina.

Contra el cielo estrellado, una corona discreta, sin resplandores. Alas verdes, que a los costados se insinúan, son las únicas joyas. Te mira con antifaz, secreta, esperando que la descubras. Un segundo después, se irá de vuelo. 

V

Marinerita con zarcillos que cuelgan. Frágiles dedos largos y muñequeras de bronce, tachonadas, potentes. Levanta el ancla de un océano, rojo como el casco apretado de su cabellera. 

VI

La mensajera de las diosas es una cabeza con pie, un dardo sobre alas de oro, mínimas y eficaces, guiadas por el firme pensamiento.

Es una Sol. Busto con diadema de rayos foliados. Sol arriba y sol abajo, encerrada en su altar, para que adores cada mañana su rara belleza que es la luz del mundo. 

VII

Gotas de blanco enmarcan a Delfina en la nieve. Vestida hasta el cuello, la cabeza cubierta con ungorro de niña o de payaso, navega en las ondas de madera del bosque. Su cara resalta contra el color más puro que hace brillar la piel como una lágrima.