Ver “La gorda del changuito” de Betina Sor hace pensar en “Mujer en el supermercado” (1970) de Duane Hanson (1928-1996). Las dos llevan ruleros y empujan un changuito; pero mientras la de Hanson carga con opulencia una provisión -por lo menos mensual- de toda clase de productos para el hogar, la de Sor posa con un transporte más pequeño, cargando apenas con unos envases vacíos. Mientras una es grotesca, deambulando, cigarrillo en boca, por un supermercado de país desarrollado, es decir, americano, la gorda de Sor es tierna, apenas un poco insulsa, y pareciera que se dirige hacia una despensa de barrio, a hacer una discreta compra o tal vez a devolverle unos envases al despensero. “La gorda del changuito” no llega a ser un híbrido que combina la imagen de telenovela con la imagen publicitaria. Puede ser una televidente que contribuye a consolidar un imaginario colectivo, pero aún participa por fuera del espectáculo mediático y lo hace desde la intimidad barrial y los hábitos de entrecasa. Es la espectadora de un mundo que le es inaccesible y del cual recepciona, con asombro, sus novedades.
La compasión, cuando no la ternura, atempera cualquier asomo de banalidad y deliberada degradación con que se presentan este tipo de personajes en la realidad focalizada por los medios y las artes visuales de las últimas décadas. Con sentimientos y no sólo con roles de representación, Betina Sor viste cada una de estas presencias que buscan y se hacen lugar en el espacio como cuerpos de la tridimensión, sumidos en la pertenencia a ese lugar determinado por las circunstancias de la experiencia diaria. No todo es efecto virtual, simulacro: a veces la gente vive por sí misma, como puede; y los hechos suceden por fenómenos anteriores al ciberespacio, protagonizados por personas, como salir de compras, ir al baño o sentarse a vender unas mercancías en la calle.
Si se ha dicho que las noticias del diario conforman los versículos bíblicos del sujeto de la modernidad, el hombre que lee el diario sentado en un inodoro, colgado su saco de oficinista en una percha de baño, encuentra en los movimientos de su vientre y su liberación residual, un ensueño de confesionario en donde necesidad fisiológica y lectura informativa se reparten privacidad y ciudadanía, alcanzando una distensión momentánea entre ambas que le posibilita, por ahora, ser un individuo en auténtico repliegue de su entorno.
Esta posición se invierte en la mujer boliviana que vende frutas y verduras en la vereda, ya que, expuesta al fragor callejero, su interioridad se trasluce en una actitud contemplativa que es gestualidad cultural y no resignación pasiva, como se cree. Lo que vende y el cómo lo hace, desde qué posición, se corresponden con su estado de ánimo y la historia de donde viene. Es una testigo de la fugacidad en bruto, nada sutil por cierto; pero ella está centrada en los frutos que les son tan familiares, como el ají, aunque la rodee una urbanidad mal entendida cuyo ritmo la excluye, desconociendo su tiempo ancestral, cósmico.
La representación escultórica de estos y otros personajes se instalan entre objetos y situaciones de la realidad.
Como se ha dicho, el hiperrealismo es escultórico, puesto que la imagen pictórica, al carecer de volumen, es más ilusionista que la escultura, así sea hiper fidedigna a la representación de la realidad y aun la sobredimensione en detalles y referencias. Y si bien en la obra de Betina Sor se acentúa la expresividad y en segundo plano se advierte el realismo de las figuras, hay también una evocación directa de los protagonistas, constituyéndose en prototipos de seres anónimos que pueblan la realidad cotidiana y, en tanto esbozos aproximados de éstos, nos recuerdan paradójicamente su existencia con una intensidad que los originales, los humanos, los vivos, no llegan a despertar en la comunidad de la mirada. Estas esculturas son su repaso, como diciendo: hay que volver a mirarlos y verlos de cerca, para reconocerlos tal cual son.