Entré a casa como todos los días y al ver papeles en la mesa, pregunté: – ¿Hay carta para mí?
Con el torbellino acostumbrado de mis movimientos y sin esperar respuesta, fui a lavar mis manos para almorzar. Me senté en la mesa y ¡sorpresa!, carta en el plato, como manjar para devorar.
La cáscara blanca se adorna con figuritas parecidas a estampitas de iglesia, mezclándose la plegaria con la devoción. Sellos que hablan de un lejano continente que contiene ese fruto deseado; y finalmente garabateado el remitente, veo ese nombre por tantas veces rezado y orado en la intimidad. Tomo la situación calmadamente; uso el cuchillo de mi derecha para pinchar el impávido sobre y con un movimiento rápido, abrir en dos ese apetecible bocadillo.
Empiezo por el principio.
Mi ojo registra un papel adornado. Me recuerda una ensalada Waldorf. Sin darme cuenta la comida ya está sobre la mesa junto con la gente a punto de comer.
Me perturba la falta de soledad y necesito intimar con vos, sin que los demás te saboreen.
En mi cuarto, con el estómago vacío de silencio, te encuentro. Distante, lejos y un poco carente de vida por tanto viaje encerrado en tu cáscara blanca. Los corazones impresos en el papel hacen que el mío palpite de emoción. Estúpidamente supongo que el tuyo late por mí y me consuelo pensando que no en vano elegiste ese diseño para encontrarte conmigo tan lejos.
Disquisiciones aparte, leo y saboreo cada letra deformada por la distancia. Todos almuerzan y mis entrañas vacías claman.
Cada palabra es un signo azul, azul de tu ausencia y azul de tu presencia. Ese instante de carta es único y difícil de explicarlo en un relato. El cuerpo vibra alborotado mientras los ojos ávidos, bailan al compás de los signos. La voracidad se acelera en cada espacio y al llegar al final de la primera carilla, la mano acaricia tu ángulo, girándote para tratar de alcanzar el postre… El tan ansiado postre…
El dulce de tu nombre ya aparece, pero dolorosamente ningún beso apasionado se encuentra con mi boca. Solo un saludó amable, ni siquiera tierno, solo cortés, ni siquiera dulce, solo gentil, ni siquiera amante… El estómago clama por un fruto.
A pesar de todo, te cobijo tiernamente en el sobre y te guardo en el cajón con otros retazos de tu persona, sabiendo que horas más tarde vendré, como tantas otras veces, a descubrirte distinto, llenarte de mis deseos y fantasear lo que cada día necesite, para seguir idolatrándote.
1991