Las hemorroides son dilataciones de las venas de la mucosa del recto y del ano. Cuando aparecen suelen salir y entrar en el recto, empujadas por las deposiciones diarias, infringiendo más o menos dolor dependiendo del grado de inflamación. Estas inflamaciones se van sobrellevando con cremas de aplicación local, baños de asiento con hojas de malva, dieta saludable y mucho líquido. A veces provocan un pequeño sangrado y cuando la cosa se pone más seria requieren una cirugía.
Corría el año 1974 y como todos los febreros de esa época de nuestras vidas, estábamos de campamento en el sur argentino. Mamá, papá y los tres hijos. Esta vez la vacación era compartida con una familia amiga de nuestros padres. Padre, madre y dos hijas.
El lugar elegido ese verano era el paraíso del Lago Puelo. Muy cerca de la localidad del Bolsón, provincia de Río Negro. Distante 1.700 km. de Buenos Aires.
Como siempre, cargábamos el Rambler Cross Country, que por aquel entonces lucía de color celeste y azul, con su baúl lleno y dos grandes cajones de madera en el techo, construidos especialmente por mi abuelo para agrandar la capacidad del auto. Así partíamos desde casa y en un lapso de 3 días y 2 noches llegábamos a destino para acampar en contacto con la naturaleza, lo más alejado posible de centros urbanos. Una vez en el Parque Nacional, se le pedía al Guardaparque el permiso de acampe. Casi podría aseverar que el Lago Puelo era por entonces, un lugar con muy pocos pobladores y menos visitantes. Volví por la zona cuarenta años después, y no lo reconocí, de tan lleno que estaba de casas, turistas y locales.
Papá tenía hemorroides. No era un tema muy hablado en el núcleo familiar. Más bien diríamos, que era algo privado que tal vez compartiera con mi mamá. Pero en ese año del campamento del Lago Puelo, sus hemorroides fueron parte del acervo de todos, sobre todo, cuando explotaron en dolor y provocaron el fin de nuestras vacaciones antes de tiempo.
Ya en plena vacación, disfrutando del campamento, y sin recordar exactamente cómo sucedieron las cosas un día tuvimos que irnos de emergencia de ese paraíso. Sucedió que el paquete venoso hemorroidal se infartó. Es decir salió hacia afuera, quedando inflamado, rígido, causando un agudísimo dolor y dejando postrado a mi papá. Clara indicación de urgencia médica con una posible cirugía.
Tan grande fue el suceso que tomaron la decisión de abandonar el campamento armado y dirigirnos hacia un hospital en Bariloche. La familia completa en ese Rambler, con tan solo una valija para lo esencial.
Recuerdo el impacto que tuve siendo una chiquilla de corta edad, primero al enterarme de lo que era una hemorroide y donde se ubicaba la misma. Segundo que se había “infartado”, tal como recuerdo que usaron esa palabra. Y tercero, el dejar todas nuestras pertenencias en el lago Puelo, desplegadas e inhabitadas, confiándole a los amigos su desarmado, embalaje y envío. Pero cuando una es niña se siente cuidada por mamá y papá. Al menos ese era mi caso. Ellos sabían lo que hacían. Como hijos sólo obedecimos en la prisa por partir.
Papá estaba imposibilitado de conducir, ya que no podía sentarse. Iba en el asiento del copiloto apoyado sobre muchos almohadones y ladeado hacia un lado u otro (Supongo que sin cinturón de seguridad, ¡En esa época no era reglamentario como ahora!).
Mamá siempre compartía el manejo del auto con mi papá. Menudita como era, se sentaba al volante del Rambler y andaba como reina en su trono. En realidad dejó de conducir cuando lo cambiaron por el Renault 11, arguyendo que era una cascarita endeble que no la protegía como el Rambler.
En el día de la emergencia el manejo de mamá se hacía imprescindible. Así los recuerdo a los dos, mirando desde el asiento trasero: papá inclinado y mamá al volante. Pero ese cuadro era dinámico: él dirigía el trabajo de ella, como si él mismo estuviera al volante. No podía con su genio y conducía desde la derecha. En verdad, algo que hacía a menudo, enojando a mi mamá. Imagino además, que los nervios de la situación habrían puesto a los dos en un estado de alerta e irritabilidad poco frecuente.
Los caminos del sur no eran antaño como los que tenemos en este nuevo siglo. Eran de tierra o ripio, angostos y sinuosos. Lo que no cambió entre antes y ahora es la altura. Mucha altura.
Quien haya recorrido esas rutas en los setentas podrá recordar la zona llamada “El Cañadón de la Mosca”. En un momento del trayecto entre El Bolsón y Bariloche hay un cartel que anuncia que allí comienza el Cañadón. Hoy en día, el Cañadón de la Mosca sigue existiendo, con cartel y todo. Pero la ruta que atraviesa esta región está asfaltada, es más ancha y en frente del viejo camino. Aquella ruta de tierra que yo recuerdo no era así, ni por asomo. Desde el vamos, la palabra Cañadón tiene connotaciones espectaculares y sobre todo cuando uno ya viene andando entre montañas altas, lagos y vistas infinitas. A eso le agregamos la palabra Mosca. Remite como a algo molesto con zumbido y podredumbre. No imagino pasar por allí de noche. Nunca me tocó.
El Cañadón de la Mosca… Aquel de mi recuerdo era realmente escalofriante en sus curvas pronunciadas y sus precipicios. Laderas pedregosas y amplias vistas montañosas. Alto, muy alto, subidas y bajadas largas, muy extensas, estrecho con la montaña de un lado y el precipicio del otro con poco lugar para que pasen dos autos juntos.
A pesar de lo escalofriante del asunto, todo el territorio descollaba una belleza ambarina. Una flor característica del sur argentino llamada Amancay. Pintitas de color bordando laderas verdes azuladas marrones. Una planta nativa de américa del sur con inflorescencias de color amarillo ámbar con hilos de color rojo en su interior. Una planta que tiene su leyenda de amor incluida, entre una joven llamada Amancay y su amado, hijo de un cacique de los pueblos originarios Vuriloches. Tierna y dramática historia cuya moraleja final es que quien regala una de estas flores, está entregando su corazón.
Este cuento no lo conocíamos por aquel entonces. Pero mi mamá amaba estas flores y solía juntarlas, junto con las Mutisias, otra flor de la región que también posee su leyenda de amor, para decorar nuestros campamentos.
– ¡Chelita! ¡Cuidado con esta curva! Chichita, poné primera, Chichita, no uses el freno, poné primera. ¡No! ¡Frená!.. Dejálo pasar a él primero, ¿no ves que va más rápido?.. ¡Avanzá!.. Chichita, no uses tanto el freno…Bajá en cambio, sino se comen las pastillas de freno….- Intervenía frenéticamente mi papá.
– Darío… Dejáme… Dejáme manejar a mí… ¡Pará por favor!…
– Pero Chelita… Te estoy ayudando…
– ¡No!, no me estas ayudando, me estás molestando y si seguís así ¡paro el auto y me voy a juntar Amancays! ¡Es la última vez que te lo digo!
Varias horas más tarde de estos diálogos poco fructíferos, insistentes y reiterativos, nos encontramos en el estrecho Cañadón con el auto estacionado, sobre la ladera derecha, reclinado contra la montaña. Los cuatro en silencio esperando a mamá, que cumpliendo con su aviso, se encontraba ladera abajo juntando un poco de belleza para poder soportar el peso de ese viaje.
Diez o quince minutos más tarde, el auto rebosaba en su interior de un glorioso ramo de flores amarillas. Papá no volvió a abrir la boca en todo el viaje hasta Bariloche.
En el hospital no tenían equipo para poder operarlo. Por lo tanto, derecho al aeropuerto, sacaron urgentes pasajes de avión a Buenos Aires. No sé cómo habrán hecho para hacer tantos trámites. Imagino que mucho recayó sobre mi mamá…
Mandaron el auto por un transporte- un mosquito. Entró a quirófano apenas tocamos tierra. En solo dos días llegamos a nuestra casa, dejando atrás la vacación.
Papá se recuperó lentamente, en un post- operatorio feo de pasar. El auto llegó en algún momento a Buenos Aires, así como todos los bultos embalados de nuestro campamento abandonado en el Lago Puelo.
Hoy ya adulta, imagino lo difícil que pudo haber sido para ellos ese febrero patagónico. La locura de pasar por una urgencia médica, a la vez de cuidar a los tres hijos, sin ayuda de nadie. Las emergencias nos despojan de lo cotidiano, de las rutinas, de lo accesorio, de los proyectos.
A mí me queda el extraño recuerdo de los Amancays y las hemorroides en las altas montañas del Cañadón de la Mosca.
2017