EL FALKNER

Campamento en el lago Falkner, al pie del cerro del mismo nombre. En ese verano, creo que yo tenía doce años, no me acuerdo exactamente. Los recuerdos se entremezclan y entrecruzan con el correr de los años. ¡Hay tanto de lo vivido que la memoria decide olvidar! Lo que es seguro es que yo era una preadolescente. Las fotos diapositivas, recientemente digitalizadas, muestran de mí persona, una carita levemente regordeta típica de esas edades.

Aún éramos cinco en mi familia por esos tiempos: mamá, papá y los tres hermanos. En ese campamento nos hicimos amigos de algunos campamenteros, que estaban en el mismo lugar. No fue difícil entablar contacto con ellos, ya que había chicos de la misma edad que la nuestra. Uno de ellos, no recuerdo su nombre, tenía una perrita llamada Troica. Y viajaba con sus padres, en una especie de casita rodante llamada Van. Esta me llamaba la atención ya que, en comparación con nuestra carpa estructural, era muy sofisticada. La otra familia tenía tres hijos: Alan el mayor, una nena y un nene más pequeños.

Recuerdo a Alan porque me enamoré de él. O al menos algo parecido a eso. Me gustaba. Era flaquito, pelo lacio, y creo que tenía más o menos la misma edad que yo.

Al tiempo de compartir charlas, partidas de ajedrez, alguna comida y algunos juegos, los adultos decidieron que todos haríamos una excursión subiendo al cerro Falkner. Ahora se le dice trekking, pero en aquel entonces se decía excursión. Las mamás y los pequeñitos se quedaron en el campamento.

Tres adultos papás, Alan, el dueño de Troica, mis hermanos y yo, nos preparamos para subir.

Llegó el día. Las largas caminatas o ascensos, empiezan bien temprano en la mañana, con mucha responsabilidad, como cuando uno va al colegio o a trabajar, que se levanta al alba, desayuna y se va.

Recuerdo al grupo, uno atrás del otro, siempre subiendo por el camino marcado. Pasando por las diferentes zonas geográficas de la montaña. Más, menos vegetación, senderos empinados,  ciertos precipicios o precipicios inciertos, marcas con pinturas hechas en los árboles para no perder el rumbo… hasta que nos perdimos. Sí, nos perdimos. Los adultos, los tres hombres que nos cuidaban a nosotros los niños, se perdieron.

El sendero de montaña se había esfumado.

Decidieron entonces acercarse al río, que bajaba desde la cima creando cascaditas sonoras. Pensaron que sería buena idea ir saltando de piedra en piedra subiendo hacia la cima. Seguramente llegaríamos a su nacimiento. Pero… no calcularon que los ríos se abren paso entre cañadones y pendientes empinadas, bajando cada vez con más velocidad, como si alguien o algo los persiguiera desde atrás, serpenteando a izquierda y derecha. Al rato, nos encontramos en el estruendo del agua salpicante, encajonados entre paredes rocosas, donde hubiéramos tenido que usar grampas y sogas para avanzar y convertirnos repentinamente en escaladores profesionales. Volvimos sobre nuestros pasos y buscaron otra solución.

El camino marcado seguía sin aparecer.

Subimos entonces, casi en línea recta para arriba, siempre para arriba. Pero… por los efectos climáticos de la altura, la vegetación se achaparra, se compacta contra el suelo y se pone pinchuda. Como plantas cactáceas que conservan el agua. Al instante nos encontramos arrastrándonos entre estos arbustos, sin sendero seguro bajo nuestros pies, raspándonos con las ramas que acorralaban nuestros cuerpos. Trabados en la marea de espinas.

Retrocedimos. No era, claro está, la solución a nuestro problema orientativo. Pensaron en regresar a la base, abortando la aventura, pero de alguna manera alguien encontró un sendero y logramos llegar, no sin cierto retraso y agotamiento, a un claro de luz en lo alto del cerro Falkner. Era casi mediodía y el sol picaba fuerte. Saboreando cierta victoria por haber llegado, paramos a almorzar en unas cómodas rocas.

Grande fue la desazón cuando descubrieron que los encargados de llevar los alimentos, los habían perdido u olvidado en el campamento. Recuerdo preocupación en el ánimo de nuestros mayores. Pero pusieron lo mejor de cada uno para sobrellevar ese momento. La solidaridad y la camaradería afloraron en esas circunstancias. Estas son las grandes enseñanzas que, sin proponérselo, nos dan en la vida nuestros mayores: compartimos un mísero pedazo de queso Mar del Plata, que alguno tenía en su mochila. Ahí aprendí además, que las cáscaras de los quesos pueden comerse, y saben deliciosas. También, a sentir la intensidad del sabor del pequeño bocado de comida, y cuanto puede llenar la panza y dar energía en el momento en que más lo necesitamos. Aún veo el cuchillo de monte moverse sobre el queso cortando y repartiéndolo lo más equitativamente posible. Queso y agua de las cantimploras. Uno de los mejores almuerzos que experimenté.

Al mismo tiempo vienen a mi memoria unos cóndores que sobrevolaban muy cerca de nuestras cabezas queriendo unirse al festín… ¿o tal vez el festín de nuestros cuerpos?  Tal vez no era tan así, pero dado que el “el miedo no es zonzo”, como decía mi mamá, los papás levantaron rápidamente el picnic para no tener que enfrentarse en lucha abierta con esas aves. Ya empuñaban esos cuchillos al aire, en vez de hacerlo contra el queso, cuando empacamos los pocos bultos y seguimos la marcha en ascenso.

Toda excursión a la montaña suele tener un objetivo. Llegar a “la cascada de la Virgen”, “la piedra del toro”, “la laguna de los patos”, “la cabeza del indio”, etc. El nuestro era llegar a “la olla de nieve”, esa que se veía desde abajo cual puntito blanco diminuto coronando la cima.

Metros o tiempo más adelante, cumplimos nuestra meta. Era enorme. La olla y nuestra alegría.

Nos acercamos a ella como en la mitad de su redondez, por un lateral. Tanto que, si uno miraba para arriba veía blanco y el cielo, y si miraba para abajo veía blanco y borde de piedras contra el precipicio. No había continuidad de tierra. Solo aire-espacio y el lago Falkner al fondo abajo, azulado de atmósfera.

Ahí empezó la diversión. Decidieron que nos tiraríamos por la olla como patinando sentados. Lo que se suele llamar “culopatín”. El sistema era: un nylon o campera al piso para sentarse y no mojarse el pantalón, una soga para atar al culopatinero en el torso, por debajo de los brazos. Tirarse de a uno o dos chicos, mientras los papás nos sostenían desde arriba con esa soga.

Una cosa es relatarlo así sin más. Pero otra muy distinta fue vivenciar esa experiencia, ese acto de arrojo (nunca mejor dicho: arrojo), que consistió en  ser arrojado pendiente abajo con la velocidad que da la misma pendiente, más la nieve que resbala.

Recuerdo hasta el día de hoy, el momento en que me tocó lanzarme. El viento cortando mi cara, el paisaje que se me venía encima, el vacío que se abría delante de mí, el tirón de la soga sobre mi cuerpo en el justo momento en que el precipicio tocaba mis botas y el largo de la misma llegaba a su fin. La soledad de sentirme en el límite de la olla de nieve sin más sostén que la cuerda, que cual cordón umbilical me unía a la vida. El silencio de la montaña cuando quedé colgada mirando el abismo.

Luego, darse vuelta para agarrarse de esa soga, caminar por la nieve dura, acercarse al borde de la olla para subir por las piedras.

Me cuesta aún hoy, ser ecuánime con mi juzgamiento de estos tres padres por haber hecho semejantes juegos peligrosos. O eran unos locos inconscientes o la experiencia fue muy al límite para mi tamaño y la inmensidad del paisaje. Quizás no fue ni lo uno ni lo otro. Nunca lo sabré. Guardo esta experiencia como un tesoro único en mi vida, diferente y adrenalínico, y que disfruté absolutamente. Tan intensa fue, que está grabada en mi memoria y al escribirla evoco el clima, las texturas, los sonidos, el aire.

Mis recuerdos de la excursión al Cerro Falkner llegan hasta aquí.

Sobre el descenso y llegada al campamento, el olvido accionó sus mecanismos y no hay restos. Excepto la imagen de mamá, al atardecer recibiéndonos preocupada. No debemos olvidar que eran épocas sin celulares, por lo que el silencio comunicacional era importante.

En la vacación del verano del 2017, más de 40 años después, pasé por el lago Falkner con mi marido y mi hijo de 10 años. Les conté esta historia. Paramos en la costa, mojé mis pies, sentí el sol sobre mi rostro, toqué la tierra. Traté de encontrar la montaña, una vez que creí reconocerla, intenté vanamente ver en ella algo de lo que relato aquí. Busqué el sitio del campamento. Olisqueé la naturaleza como si el olor me llevara al antes, pero… no lo logré. Era otro lago, otro sol y otra tierra.

Lo escribo para revivir en mi corazón la adrenalina de esos lanzamientos en la olla de nieve. Tal vez comparables con mis primeras sensaciones amorosas por ese chico llamado Alan.

 

2017